Translate

domingo, 22 de marzo de 2015

Vaso de agua desbordado

Querido amig@:

Hoy es el típico día en el que me sirve este blog. Esta, la típica entrada entrada que borraré sin terminar por ser demasiado deprimente. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no cuando...? En fin, por qué no decirlo... ¿Por qué no cuando rompí con mi novio o cuando pasó aquello? Quién sabe. Yo no. Simplemente he sentido que todo me desbordaba, que necesitaba una vía de escape, y esa vía es este blog. Por eso supongo que esta entrada será un truño estilísticamente hablando, porque me voy a limitar a escribir lo que me pasa por la cabeza, a desahogarme, a volcar lo que siento conforme lo pienso, porque no veo otra salida ahora mismo que no sea explotar. 

Lo peor de todo es que sé probablemente estoy sacando las cosas de quicio. Que no debería haberme pasado media hora llorando por todo esto. Siempre he pensado que, al menos, soy una persona con bastante inteligencia emocional. Bastante madura. Pero quizás no. 
Veréis, hay muchas cosas pasando en mi vida últimamente. Y muchas cosas que han pasado estos meses y que, de alguna forma, siguen ahí, apiladas unas sobre otras hasta que al final, por lo más mínimo (una discusión familiar sin demasiada importancia, pero que ha ido escalando) el dique ha cedido. La gota ha colmado el vaso y aquí estoy desbordada. O exagerando. 

Estoy harta de calcular lo que puedo contar a X y lo que puedo contar a Z. Esto no, porque se preocupará en exceso porque no entiende toda la situación. Esto no, porque pensará peor de Fulatino porque no puede comprender cómo pasaron las cosas. Si le cuento esto, ya no verá con los mismos ojos a Menganito cada vez que le mencione o diga que he quedado con él/ella. 

También estoy harta de pensar siempre en los demás antes que en mí. Estoy harta de tener que calcular todo lo que digo, lo que hago, hasta lo que siento, en función de cómo puede afectar a los demás. Y sé que decirlo, que querer lo contrario, es ser egoísta. No lo creo, lo sé. Y me dicen que sí. Y que tengo que contar las cosas, y confiar, y madurar, y ser más comprensiva; y vengo aquí para que tú me digas que no, que lo que digo es razonable, mientras yo pienso que ellos tienen razón, que estoy siendo inmadura y egoísta, y que tú a fin de cuentas dices lo contrario porque es lo que quiero oír leer, y porque no me conoces ni a mí ni a mi situación. 

Y sobre todo, estoy harta de no poder decir lo que pienso por temor a que se vuelva en mi contra. A que me miren por encima del hombro y me aleccionen con su experiencia y su autoridad moral (que la tienen) y que me digan que me entienden pero que no me entiendan, y sentirme como una cría de doce años perdiendo el control y llorando y chillando y pataleando enfadada con el mundo porque "no la entienden". Pero realmente siento que no lo hacen, y siento que me ven como una adolescente en la edad del pavo y piensan "con lo madura que era a los quince años, pobre, ahora le viene todo de golpe". 

Sé que aquí no voy a conseguir ninguna solución. Que más que desahogándome, estoy retroalimentando mi rabia y mi frustración porque, de hecho, ya estoy llorando otra vez. Sé que debería estar estudiando, o centrada en alguna de las mil y una otras cosas que se me vienen encima, o por lo menos, intentando calmarme pensando en las cosas buenas que tiene mi vida (que por supuesto que las tiene, muchas más que malas), como siempre les digo a mis amigos cuando me piden consejo. Pero no lo estoy haciendo. Conscientemente me estoy revolviendo en mi propia "miseria" y empeorando la situación, y saberlo solo la empeora aún más. Porque escarbar no mejora las cosas, solo me hace recordar que al parecer últimamente me he vuelto una persona débil, cobarde, inmadura e incluso cruel a veces. Sé que realmente no lo soy, y que en el fondo no lo pienso. Pero ahora, en el exterior, sí. Y eso también cuenta. 

Así que, ¿por qué estoy aquí? ¿Quién sabe? Yo no, desde luego. 
Últimamente, parece que no sé nada. 

miércoles, 19 de marzo de 2014

No confies en Idina Menzel

Esta entrada empieza con muchos "no hay"s. Para empezar, no hay disculpa cutre y apresurada por los meses que han transcurrido desde el último post. No nos engañemos, tú, seguidor/a de este blog (¿existes?) no eres un Sherlockian esperando y desesperando por una nueva temporada. No hay, tampoco, un nuevo fragmento de "La vida de Elisa", de esos que siempre prometo pero que apenas relato; porque siguiendo con esa política de no autoengaño, tampoco eres una Directioner esperando que que te cante –o te cuente– the story of my life. No hay estilo cuidado ni guiños. Por último, hoy no hay conclusión feliz, porque ahora mismo no sé cuál podría ser, aunque tal vez las palabras me guíen hacia ella. Supongo que esa es la magia de las letras a las que todos los eruditos hipsters hacen referencia de vez en cuando. 

¿Qué hay, entonces? Solo una chica, que no es Elisa, que es mi yo de verdad. Una chica que ha vuelto aquí retomando la intención con la que llegó la primera vez: encontrar a su "querido amigo", acudir a él (a ti) en busca de ayuda, de consuelo, o de su mera presencia como alguien que escucha sin juzgar, maravillosamente ajeno a las circunstancias. 

La he cagado. Es la forma más rápida de explicarlo. No ha sido el error de mi vida, no he matado a nadie, hay cosas peores en el mundo que lo he ha pasado. Pero eso no hace que el error sea menor. ¿Qué ha sucedido exactamente? Bien, los detalles no importan. Lo que importa es que he hecho daño a alguien. A una buena persona. Y podría haberlo evitado con solo pensar un poco más. Ese ha sido siempre mi estilo (al menos para lo importante): pensar y después actuar. Pero esta vez me dije: "lánzate, no pienses en las consecuencias. Eres joven. Estás en edad de arriesgarte. Cambia el "¿y si sale mal?" por el "¿y si sale bien?"," y todas esos clichés de novela juvenil realista patatera y tópica. 

Así que pensé: "¿qué diablos?", y como si fuera la mismísima Idina Menzel, me lancé de lleno a la política del Let it go! Let it go! ¿Y qué pasó? Pasó lo que habría deducido sin dificultad sin pensar en las consecuencias no hubiese sido tan incómodo. Pasó que me equivoqué, y pasó que en mi equívoco probablemente le hice daño a otra persona. ¿Mucho, poco? Quién sabe. Pero por mínimo que fuera, lo podría haber evitado si no hubiera querido convertirme en un cliché a lo Lizzie-vive-la-vida con patas. 

En realidad supongo que esa persona me ha perdonado. Pero, ¿de qué sirve el perdón de los demás si no puedes perdonarte a ti mismo? Pues yo no puedo.

"Todos cometen errores", me dirás, y tienes razón. "Seguro que tampoco fue para tanto", continuarás, si te sientes parlanchín (aunque no eres muy dado a comentar, EJEM EL CAJÓN DE COMENTARIOS ESTÁ AHÍ EJEM), y probablemente sea cierto. "No era tu intención hacer daño a nadie", podrías añadir, y sería verdad. Son los argumentos que yo misma utilizaría para consolar a alguien en mi situación, y todos ellos son válidos. Una lástima que la culpa, como el amor, no responda a criterios racionales. De hecho, si lo hiciera, todo este asunto nunca habría llegado a ser un problema.

Pero así son las cosas y así soy yo, una melodramática ocasional a la que pronto se le olvida toda su filosofía flower-power. 

En fin, [inserta aquí un final ingenioso].

domingo, 3 de noviembre de 2013

Bésame, bandido

Lo prometido es deuda, y más vale tarde que nunca, y todos los demás refranes y frases hechas que se te puedan ocurrir. El caso es que la última vez te escribí, dije que mi próxima entrada estaría dedicada a Alex-que-en-realidad-no-se-llama-Alex-pero-al-que-nosotros-llamaremos-así. Y es curioso, porque en estos meses de ausencia blogueril, Álex ha estado mucho más "presente" para mí que el en momento en que te lo mencioné por primera vez. 

En este capítulo de La Vida de Elisa nos trasladaremos a finales de septiembre de 2012, concretamente al que fue, en la práctica, mi primer día de Universidad. Este es un periodo (la universidad, quiero decir) que la mayoría aprovecha para experimentar. Con todo tipo de cosas: con las drogas, con el sexo, con nuevas aficiones... Lo que sea. Yo no fui la excepción a esta regla, aunque tal vez te resulte extraño cuál fue mi experiencia. Mientras otros exploraban arte de tallar patatas (¿por qué no?) o se fumaban su primer porro, yo, a mis casi diecinueve años... di mi primer beso. 

Pero volviendo al principio de esta historia... Yo estaba en la que iba a ser mi clase para el resto del año, y recuerdo que pensé que era un lugar un poco deprimente. Nada de aulas magnas de aspecto regio y solemne, de las que le incitan a una a levantar la mano y compartir su meditada opinión sobre, yo qué sé, el dualismo cartesiano. Tampoco se trataba de una de esas habitaciones modernas de paredes blancas y amplios ventanales, donde el ligero zumbido de los portátiles hace pensar que probablemente allí se encuentre el nuevo Mark Zukerberg. No, qué va. Mi clase era una sala con baldosas marrones gastadas, paredes con gotelé mal enyesado y mesas de contrachapado para cinco alumnos cada uno. En una palabra, cutre. 

En cinco palabras, cutre a más no poder. 

Ahí estaba yo, pensando que aquel lugar se alejaba bastante del estimulante ambiente universitario que prometen las series de televisión, sentada junto a una tal Clara porque era la única persona cuyo nombre recordaba de la presentación del día anterior, aunque apenas habíamos hablado. El tono monocorde de mi nuevo profesor tampoco ayudada demasiado a espolear mi entusiasmo por su asignatura, y en el momento en que pronunció las palabras "subiré este powerpoint a la plataforma digital", mi cerebro desconectó de su diatriba sobre contenidos mínimos y criterios de evaluación.

Me dediqué a garabatear distraídamente en mi libreta mientras recorría con la mirada a mis nuevos compañeros, intentando recordar sus nombres e jugando a imaginar qué clase de persona sería cada uno. Dado que no tenía una varita con la que gritar: "¡Legeremens!", y aunque la tuviera, no estoy autorizada a hacer magia delante de muggles,  no me quedaba más remedio que hacer cábalas en función de su aspecto.

Esa fue la primera vez que reparé en Alex, y, siendo sincera, no me llamó especialmente la atención. En una clase con tantos desconocidos por examinar, él no tenía nada que le hiciese destacar entre los demás, excepto tal vez que era bastante alto; pero eso era todo. Al menos, tal y como yo lo vi en ese momento: pelo castaño claro; nariz un poco grande, aunque podría decirse que era mono; aspecto normal, no tenía pintas de ratón de biblioteca, ni de hipster, ni de "presidente del sindicato de estudiantes", no había nada en su apariencia física que pudiese hablarme de él.

Más adelante descubrí algunas cosas sobre él, como que era de Barcelona pero que estudiaría ese cuatrimestre en mi cuidad (cuyo nombre no os revelaré, pero que ya sabéis que no es Valencia ni Barcelona) gracias a una beca Séneca, (sí, esa beca que ya no está disponible este curso, gracias a las medidas de nuestro adorado ministro de Educación), que tocaba la guitarra (¿qué tendrán los guitarristas?) o que era fan de la Star Wars. Alex era un chico agradable, hablábamos de vez en cuando, como buenos compañeros de clase, pero nuestra relación nunca fue más allá, ni yo tenía ningún interés en que lo hiciese.

No hasta más tarde.

Había sobrevivido (creía que decentemente) a mi primera tanda de exámenes finales en la Universidad, y solo quedaban dos semanas y un trabajo por delante para poder decirle au revoir al cuatrimestre. En realidad eso es incorrecto, porque au revoir significa técnicamente "hasta que nos volvamos a ver", y desde luego aquella despedida era definitiva, a no ser que suspendiese todas las asignaturas, cosa que no sucedió.

No sé si lo sabrás, pero desde el plan Bolonia, las universidades están enamoradas de los trabajos en grupo, y aquel no fue una excepción. Nuestro profesor repartió las parejas, a pesar de nuestra indignación por que no nos dejase escogerlas a nosotros mismos. Supongo que, por mucho plan Bolonia, él seguía siendo de la vieja escuela.

No pretendo insultar a tu inteligencia, así que supongo que ya habrás deducido que mi compañero fue Alex, más que nada por eso de que él es el motivo de esta entrada y apenas he dicho sobre su persona nada que merezca la pena ser leído (por lo cual te agradezco que hayas soportado el largo preámbulo que es tan propio de mis posts y hayas llegado hasta aquí). Recuerdo que cuando el profesor dijo nuestros nombres, solo pensé: "No está mal. Podría haber sido mucho peor". Lo que entonces no sabía es que no podría haber sido mejor. Bueno, actualmente ya no sé que creer... pero eso es otro asunto que os contaré más adelante.

Teníamos dos semanas para trabajar y ninguna otra cosa que hacer, así que quedamos todos los días y avanzamos bastante deprisa. Sin embargo, descubrí muchas más cosas sobre Alex que sobre el tema de que estábamos investigando. Por ejemplo, que cuando se ponía nervioso parpadeaba muy deprisa, o que tenía una risa grave extrañamente acogedora, que me hacía sentir como cuando la primera vez que escuché mi canción acústica favorita.

Un día me sorprendí perdida en sus ojos grises, que estaban fijos en a pantalla del ordenador, y me pregunté cómo no me había dado cuenta aquel primer día de clase de lo guapo que era.

A la mañana siguiente apareció con la guitarra a cuestas. Me explicó que acababa de llevarla a que le ajustasen no-se-qué. La  verdad es que no recuerdo muy quien sus palabras, porque estaba demasiado ocupada pensando en cómo la funda asomando por detrás de su cabeza le hacía parecer aún más alto e incluso más atractivo. Me acordé de la primera vez que vi a Lucas con una guitarra (otra historia que tengo pendiente para ti). Sin embargo, en esa ocasión no sentí el ramalazo de añoranza (aunque no había nada que añorar) que me asaltaba siempre que pensaba en él. Alex le había eclipsado.

Ese día, a casi una semana del plazo final, terminamos el trabajo. Sentada al lado de Alex, le eché un vistazo fugaz a su perfil mientras él escribía los últimos ajustes en el documento de Word. Me pregunté otra vez cómo no me había fijado antes en aquellos ojos grises suyos. Su nariz, que al principio había encontrado demasiado grande, ahora me parecía perfecta. Y su boca... En ese instante, recuerdo que pensé: "Dios, realmente quiero besarle".

Me sonrojé, como si acabase de gritar aquello en lugar de haberlo pensado. Alex empezó a hablar, pero me perdí las primeras palabras mientras me concentraba en dejar de mirarle los labios.

-Me da pena que se acabe el cuatrimestre -estaba diciendo él.

-¿Por qué? ¿No echas de menos a tus amigos de Barcelona? ¿Tanto te hemos gustado que no quieres volver? -bromeé.

-Bueno, no es que no me apetezca verles, pero tampoco quiero marcharme -dijo mirándome fijamente.- También aquí hay gente que voy a echar de menos.

No sé si me vio acercarme, porque, sorprendiéndome a mí incluso más que a él, consumí el espacio que nos separaba en menos de lo que duró su parpadeo. Y le besé.

No pensé en que nunca había besado a nadie antes, no pensé en que no sabía cómo hacerlo, no pensé en que tal vez yo no le gustase. Por una vez, actué antes de que me diese tiempo a pensar en nada.

Y resulta que no salió mal.

Al menos no durante un tiempo. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Croqueta de gala

Siempre me he considerado una de esas personas a las que les da igual lo que los demás piensen de ellas. Claro que tengo en cuenta las opiniones de mi familia y mis amigos, pero respecto al resto... en fin, ¿por qué iba a importarme lo que crea una persona sobre mí si no me importa la propia persona que lo piensa? Sí, estaba muy orgullosa de ser así de impermeable. 

Hasta que llegó la Universidad. 

Como sabrás, este ha sido mi primer curso de carrera. Cuando empecé, estaba nerviosa por tantos motivos que, si escribiese cada uno en un papel, el bolso con hechizo de extensión indetectable de Hermione Granger no sería suficiente para guardarlos todos. Pero sin duda lo que más me quitaba el sueño era que iba a tener que hacer nuevos amigos. Yo sola. 

Verás, no es que yo sea una persona tímida. Le pedí matrimonio a un completo desconocido, ¿recuerdas? Pero el caso es que era eso, un completo desconocido. No había posibilidad aparente de que volviésemos a cruzarnos jamás (desgraciadamente). Cuando estoy con mis amigos tampoco tengo problema para conocer a gente nueva, no me importa hablar con ellos ni me preocupa hacer ridículo (y lo hago constantemente). Pero, ¿yo sola? Eso es distinto. No se trataba únicamente de presentarme y saludar a unos cuantos. Iba, voy a estudiar con esas personas durante cuatro años. ¿Y si escogía mal? ¿Y si todos terminaban pensando que era rara, borde o asocial; y nadie me aceptaba? ¿Y si no encajaba en ningún lado? ¿Y si acababa la carrera tal y como la había empezado... sola? Verdaderamente, era mucha presión. Me sentí un poco como esas chicas de las películas americanas para adolescentes que siempre me han parecido tan absurdas, hasta patéticas; esas que se desviven por encontrar un lugar "aceptable" en la escala social del instituto. Pues ahí estaba yo, con diecinueve años y preocupada como una treceañera de Ohio cualquiera, digna de salir en el piloto de una serie de Disney Channel. 

De repente, ya no me parecía tan buena idea ir proclamando lo orgullosa que estaba de algunos de mis grupos o libros favoritos. Porque es gracioso, pero nadie te juzga si tienes casi veinte años y no has abierto un libro por placer en tu vida, pero si resulta que te gusta leer historias sobre reinos, princesas y dragones, romances sobrenaturales o magia, entonces eres un bicho raro, o un infantil. Pues bien, nadie tenía por qué saber que yo era de esos, como tampoco había motivo para que se enterasen de que en mi iPod, entre Billy Joel y Mumford and sons aún había (hay) unas cuantas canciones de los Jonas Brothers, por ejemplo. Tampoco es que estuviese fingiendo ser quien no era, ni nada por el estilo. Solo me adaptaba. 

Imagínate que las croquetas son tu comida favorita. Un día te invitan a una cena, y tienes que llevar un plato. Lo primero en lo que piensas es en las croquetas, pero resulta que la cena es más bien elegante, y crees que una quiché, por ejemplo, sería más apropiada. También te gusta la quiché, tal vez no tanto como las croquetas, pero te gusta. No por eso estás fingiendo que no disfrutas comiendo croquetas, no estás ocultando nada. Solo te adaptas a la situación. 

Eso era lo que yo me decía. Pero en realidad, estaba un poco decepcionada conmigo misma. ¿Desde cuándo me afectaba tanto lo que otros pudieran pensar de mis gustos? Tampoco es que estuviese haciéndome pasar por alguien que no era, pero seguía sin sentirme cómoda. ¿Cómo iba a encontrar amigos (amigos de verdad) si me avergonzaba de compartir cosas con ellos?

Afortunadamente, con el tiempo me fui relajando. Conocí a un grupo de gente, y poco a poco las cosas volvieron a ser como siempre. Yo volví a ser como siempre. Si soy sincera, no puedo considerar a ninguna de esas personas amiga mía, y no creo que eso vaya a cambiar, al menos no en la mayoría de los casos. Es un poco triste. Pero al menos tengo con quién pasar el rato ahora que casi no veo a Ana, Marta, Adrián y Nacho. Nos llevamos bien. Y quién sabe, quizás esté equivocada. Quizás sí termine la carrera con un par de buenos amigos más. Además, sea cual sea la relación que tengamos, no puedo negar que he conocido a gente verdaderamente interesante. Más que interesante, en un caso concreto. Y sí, este caso es un caso masculino. 

Se llama Álex. O, al menos, así es como lo llamaremos aquí. Creo que en mi próxima entrada te hablaré de él. 

Creo que de toda experiencia se puede siempre sacar algo positivo (o casi siempre, vaya). Para empezar, yo aprendí a valorar realmente a Ana, Marta, Nacho y Adrián, porque comprobé que conseguir buenos amigos, amigos como ellos, no es nada fácil. Comprendí lo afortunada que soy de tenerlos. 

.
.
.

¿Ya habéis vomitado arcoiris? ¿Puedo seguir? Perfecto. (Aunque no retiro nada de lo que acabo de decir).

Lo segundo de lo que me di cuenta es de que yo (mi yo de siempre) tenía razón. He experimentado lo que es ser uno mismo sin reservas, con orgullo, y también he probado a ocultar ciertos aspectos de mí misma. Adivina cómo he sido más feliz. 

Exacto. Es como el maquillaje: les guste a los demás o no, yo prefiero ir con la cara y la personalidad lavadas y tal cual. Lo contrario no me sale a cuenta. A lo mejor depende de cada uno, pero he descubierto que yo soy de las que están más a gusto sirviendo croquetas de gala. 



sábado, 3 de agosto de 2013

De disculpas y enamoramientos

Lo sé, lo sé. No tengo perdón. Pero entiéndeme, soy la reina de la procastinación, he de hacer honor a mi cargo. ¡Lo que cuenta es que por fin se acabó la espera! En realidad sé que te da igual cuánto haya tardado en publicar, pero es que soy muy teatral.

Uno de los motivos por los que no he escrito nada hasta ahora es que he tenido un verano un pelín ajetreado. No durante el mes y medio que ha pasado desde mi última entrada, claro; pero han sucedido cosas que considero lo suficientemente importantes para mi historia como para ser dignas de que te las cuente.

He reiterado a lo largo de las entradas de este blog mi intención de relatarte los acontecimientos relevantes de mi vida desde un enfoque interesante; como si fuese una novela más. Por lo tanto, no puedo limitarme a vomitar lo sucedido las últimas semanas (aunque sea lo que más me apetece contarte ahora) porque todavía no tienes los datos suficientes.

Así que lo más adecuado va a ser empezar por la parte que todo lector espera cuando abre un libro de estas características: el momento en el que los protagonistas se enamoran. Aunque en este caso, como ya sabrás, es algo unidireccional. 

Antes de comenzar (y siguiendo mi tradicional estilo de dar mil vueltas bailando la conga antes de llegar al grano) me gustaría decirte por qué no te he contado antes esta historia. Básicamente, no quería sobrecargar este blog de LUCASLUCASLUCAS. Eso te daría la equivocada impresión de que él es todo en lo que pienso. Pero no puedo negar que es una parte importante de este "relato", y creo que ese momento es el principio más adecuado.

El sol brillaba en las calles de Valencia, y la temperatura era tan deliciosa que decidí olvidar de que también suponía una promesa de que, al final del día, mi piel iba a lucir como la del cangrejo Sebastian. Una fila desordenada de alumnos de cuarto de ESO caminaba alegremente hacia la catedral de Santa María. El motivo de nuestra visita a la capital de la paella y las naranjas era el viaje de fin de curso, así que debíamos de estar a finales de mayo.

En ese momento yo estaba acompañada por Ana, y las dos cantábamos con entusiasmo una canción del nuevo álbum que alguno de nuestros grupos favoritos (no recuerdo cuál) acababa de sacar. Para variar, era el tipo de música que las personas como Lucas no consideran digna de ser calificada como tal, y daba la casualidad de que él se encontraba cerca para hacérnoslo saber.

-¡Eh, vosotras dos! ¡Apagad la radio!

Antes de nada debéis de saber que Lucas y yo tenemos (¿teníamos?) una relación extraña. Aunque tal vez llamarlo "relación" puede resultar equívoco o demasiado optimista. Cuando éramos pequeños, los dos fuimos bastante amigos. Él no estaba en mi pandilla, ni yo en la suya (si es que puede decirse de los críos de siete años que tienen ya pandillas de colegas), pero nuestras madres se conocían del trabajo, y los dos pasábamos mucho tiempo juntos. Con el tiempo cada uno fue por su lado y, llegado ese momento (el del viaje a Valencia) desde luego ya no podía decirse que fuésemos amigos. Pero tampoco éramos meros conocidos, teníamos todavía esa sempiterna confianza residual de los colegas de infancia.

-Métete en tus asuntos, Lucas.- espeté con brusquedad. Si hay algo que no soporto (en realidad hay muchas cosas) es que me manden callar cuando estoy cantando. Supongo que me lo tomo como algo personal.

-En serio, lleváis todo el camino taladrándome la cabeza con esa mierda.-insistió, a la defensiva.

-Voy a ignorar lo que acabas de decir sobre [inserte aquí el grupo que fuese que estuviésemos cantando] porque en esa discusión tienes todas las de perder, y no quiero ser la culpable de malherir tu preciada y precaria autoestima. Pero por si no te has dado cuenta, todo el mundo está haciendo ruido.-continué, abarcando toda la fila con un vago gesto de mi brazo.- Si nosotras te molestamos, te sugeriría que dejases de prestarnos atención y te fueses con tus propios amigos, pero como sé que no tienes de eso, me limitaré a decirte que te vayas a otra parte o que te aguantes.

Ana me miró, alarmada por mi arranque.

Vale, he de admitir que había sido un golpe un poco bajo. No es que Lucas fuese el marginado del curso, pero (por mucho que él intentase aparentar lo contrario) tampoco era precisamente de los más populares.

Él se quedó ahí de pie una décima de segundo más, como si fuese a contestar. Pero no debió encontrar una respuesta que mereciese la pena, así que se fue sin más. Y Ana seguía mirándome como si acabase de apalear a un cachorrito. Yo fingí que no me importaba. No había hecho nada malo.

Pero entonces... ¿por qué me sentía tan estúpida?

Tampoco había dicho nada del otro mundo. Vale, había sido una borde; pero él tampoco se acababa de portar como la persona más amable del mundo.

Pero tampoco se merecía mi contestación.

¿No?

Lucas no habló conmigo durante el resto del día. En realidad, no era nada extraño, ya he dicho que no éramos amigos. Pero yo estaba segura de que seguía enfadado por mis palabras. Una y otra vez me dedicaba a buscarlo entre la gente, preguntándome si debería ir a disculparme. Pero era una estupidez; y cuanto más tiempo pasaba, menos sentido tenía. No había sido para tanto. Si le pedía perdón, Lucas creería que le estaba dando demasiada importancia. Y a saber qué deducía de eso.

El problema era que  le estaba dando importancia. ¿Qué podía deducir yo de eso?

Recuerdo perfectamente esa noche, ya en mi cama. No podía quitarme el asunto de la cabeza. ¿Por qué había sido tan desagradable? ¿Qué pensaría Lucas de mí?

Y, ¿por qué me importaba?

Un montón de imágenes suyas cruzaron mi mente, como si fuese un cartel gigante que intentase decirme con brillantes letras neón cuál era la respuesta a  mi pregunta: recuerdos de los dos juntos en su casa cuando éramos pequeños, la forma encantadora de ser que tenía cuando nos cruzábamos de camino al instituto y recorríamos el resto del trayecto solos; su sonrisa, sus manos, sus ojos... Mientras le buscaba entre mis compañeros en Valencia, me había dado cuenta de que había aprendido a reconocer su perfil o el contorno de sus hombros. Resaltaban entre el resto de la gente. ¿Cuándo había pasado eso?

Entonces lo supe. No hubo corazones de humo ni una lluvia de serpentinas rosas a mi alrededor, no sonaron campanas, el corazón no me dio un vuelco, mi estómago no se encogió ni fue invadido por mariposas. Simplemente, lo supe, y la idea era absurda a tantos niveles que me hizo reírme sola en mi cama antes de atreverme siquiera a formular el pensamiento.

"Me gusta Lucas".


sábado, 8 de junio de 2013

La Voz y el chico del sombrero

Antes de nada, quiero pedirte perdón por tardar tanto en contarte esto. Pasó este lunes, pero como tuve que volver de golpe a la horrible realidad de los exámenes de la univerisad, no había tenido tiempo hasta ahora.

En la última entrada te conté que había sido seleccionada para pasar a la siguiente fase del casting del programa La Voz, que tuvo lugar el viernes pasado en Barcelona. Viví una experiencia un tanto surrealista, por llamarla de alguna manera. Y no me refiero a la prueba.

lunes, 27 de mayo de 2013

Sobre la discriminación musical, la fama y los sueños

Como ya anuncié el otro día en twitter para mi increíblemente alto número de followers, eeeeh... No. ¡estoy en el casting de La Voz!

Me llamaron el sábado cuando mientras estudiaba, y a punto estuve de no cogerlo. Envié el vídeo de la primera fase del casting hace casi un mes, así que en ese momento estaba pensado en cualquier cosa menos en La Voz. Pero al parecer ellos sí que estaban pensando en mí. La semana que viene tendré que viajar a Barcelona para presentarme al casting presencial.

No es la primera vez que me presento a un concurso de este tipo (de hecho, el año pasado ya lo intenté con la primera temporada de La Voz) pero hasta ahora nunca había tenido suerte. 

Desde el momento en que colgué empecé a fantasear. Supongo que no tardarás en darte cuenta tú mismo, pero el caso es que tengo algo así como el síndrome del cuento de la lechera. No puedo evitarlo. En ese momento no existían las dificultades, ni los miles de contrincantes; no existía nada. Imaginé que pasaba el casting, que llegaba al programa y que ganaba. Y entonces llegaron los discos, las ventas, y lo que siempre ha sido mi mayor sueño: los conciertos. 

Cuando no hay nadie en casa suelo encerrarme en mi habitación con la música a tope, cerrar los ojos y cantar a voz en grito. Olvido que delante de mí está mi cama o la ventana de mi cuarto. Bajo los párpados como si se tratase de un telón, y entonces aparece un auditorio frente a mí, repleto de gente que ha acudido a escucharme cantar. Eso es lo que yo quiero. Ni dinero ni fama, eso me da igual. Lo que verdaderamente deseo es ser capaz de hacer sentir a otras personas con mi música lo que mis cantantes favoritos me hacen sentir a mí. Porque la música es un lenguaje universal que te ayuda a contar lo que no te sientes capaz de confesar en voz alta, es una medicina que consigue sacarte una sonrisa cuando más lo necesitas. Puede recordarte a alguien hasta hacerte llorar, puede conseguir que te sientas comprendido cuando te creías solo, o simplemente animarte cuando necesitas desconectar. 

En definitiva, yo creo que la música consiste en transmitir un sentimiento, el que sea, el que cada cual necesite en cada momento. Por eso me parece tan estúpido que haya quien juzgue a otras personas por escuchar música "comercial", "infantil", o la mayor perla de todas: "mala". (Vaya, esto me suena a alguien). Cada uno es único, y sabe qué es lo que le consigue hacer sentir triste, alegre, reconfortado o lo que sea. En mi opinión, meterse con alguien por el tipo de música que le gusta tiene tan poco sentido como criticarle por la comida que prefiere. ¿Acaso conoces a alguien que vaya por ahí diciendo: "la buena comida son los platos como el tofu o el estofado de avestruz deconstruído. La tortilla de patata es demasiado mainstream, los que la prefieren son unos histéricos simples de mente estrecha"? ¿A que no? Y seguro que si lo conocieses pensarías que es un gilipollas. 

Yo no sé si mi música (la poca que he compuesto humildemente en mi casa y que nunca ha salido de aquí) será considerada mayoritariamente buena o mala. Lo que me importa es que consiga que la gente sienta algo. Que le ayude a encontrarse menos sola, a desahogarse, a reírse, a desconectar, a lo que sea. 

Sé que La Voz no va a catapultarme a la fama, ni siquiera si ganase el programa (y en realidad soy consciente de que eso no va a pasar). Pero por otra parte, todos los que han llegado a donde yo aspiro llegar han tenido que luchar por ello de alguna forma. De modo que, aunque sea difícil, la única certeza es que si no lo intento, no conseguiré nada. No todos los que han perseguido sus sueños los han alcanzado, pero todos los que los han alcanzado los han perseguido antes.