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jueves, 8 de agosto de 2013

Croqueta de gala

Siempre me he considerado una de esas personas a las que les da igual lo que los demás piensen de ellas. Claro que tengo en cuenta las opiniones de mi familia y mis amigos, pero respecto al resto... en fin, ¿por qué iba a importarme lo que crea una persona sobre mí si no me importa la propia persona que lo piensa? Sí, estaba muy orgullosa de ser así de impermeable. 

Hasta que llegó la Universidad. 

Como sabrás, este ha sido mi primer curso de carrera. Cuando empecé, estaba nerviosa por tantos motivos que, si escribiese cada uno en un papel, el bolso con hechizo de extensión indetectable de Hermione Granger no sería suficiente para guardarlos todos. Pero sin duda lo que más me quitaba el sueño era que iba a tener que hacer nuevos amigos. Yo sola. 

Verás, no es que yo sea una persona tímida. Le pedí matrimonio a un completo desconocido, ¿recuerdas? Pero el caso es que era eso, un completo desconocido. No había posibilidad aparente de que volviésemos a cruzarnos jamás (desgraciadamente). Cuando estoy con mis amigos tampoco tengo problema para conocer a gente nueva, no me importa hablar con ellos ni me preocupa hacer ridículo (y lo hago constantemente). Pero, ¿yo sola? Eso es distinto. No se trataba únicamente de presentarme y saludar a unos cuantos. Iba, voy a estudiar con esas personas durante cuatro años. ¿Y si escogía mal? ¿Y si todos terminaban pensando que era rara, borde o asocial; y nadie me aceptaba? ¿Y si no encajaba en ningún lado? ¿Y si acababa la carrera tal y como la había empezado... sola? Verdaderamente, era mucha presión. Me sentí un poco como esas chicas de las películas americanas para adolescentes que siempre me han parecido tan absurdas, hasta patéticas; esas que se desviven por encontrar un lugar "aceptable" en la escala social del instituto. Pues ahí estaba yo, con diecinueve años y preocupada como una treceañera de Ohio cualquiera, digna de salir en el piloto de una serie de Disney Channel. 

De repente, ya no me parecía tan buena idea ir proclamando lo orgullosa que estaba de algunos de mis grupos o libros favoritos. Porque es gracioso, pero nadie te juzga si tienes casi veinte años y no has abierto un libro por placer en tu vida, pero si resulta que te gusta leer historias sobre reinos, princesas y dragones, romances sobrenaturales o magia, entonces eres un bicho raro, o un infantil. Pues bien, nadie tenía por qué saber que yo era de esos, como tampoco había motivo para que se enterasen de que en mi iPod, entre Billy Joel y Mumford and sons aún había (hay) unas cuantas canciones de los Jonas Brothers, por ejemplo. Tampoco es que estuviese fingiendo ser quien no era, ni nada por el estilo. Solo me adaptaba. 

Imagínate que las croquetas son tu comida favorita. Un día te invitan a una cena, y tienes que llevar un plato. Lo primero en lo que piensas es en las croquetas, pero resulta que la cena es más bien elegante, y crees que una quiché, por ejemplo, sería más apropiada. También te gusta la quiché, tal vez no tanto como las croquetas, pero te gusta. No por eso estás fingiendo que no disfrutas comiendo croquetas, no estás ocultando nada. Solo te adaptas a la situación. 

Eso era lo que yo me decía. Pero en realidad, estaba un poco decepcionada conmigo misma. ¿Desde cuándo me afectaba tanto lo que otros pudieran pensar de mis gustos? Tampoco es que estuviese haciéndome pasar por alguien que no era, pero seguía sin sentirme cómoda. ¿Cómo iba a encontrar amigos (amigos de verdad) si me avergonzaba de compartir cosas con ellos?

Afortunadamente, con el tiempo me fui relajando. Conocí a un grupo de gente, y poco a poco las cosas volvieron a ser como siempre. Yo volví a ser como siempre. Si soy sincera, no puedo considerar a ninguna de esas personas amiga mía, y no creo que eso vaya a cambiar, al menos no en la mayoría de los casos. Es un poco triste. Pero al menos tengo con quién pasar el rato ahora que casi no veo a Ana, Marta, Adrián y Nacho. Nos llevamos bien. Y quién sabe, quizás esté equivocada. Quizás sí termine la carrera con un par de buenos amigos más. Además, sea cual sea la relación que tengamos, no puedo negar que he conocido a gente verdaderamente interesante. Más que interesante, en un caso concreto. Y sí, este caso es un caso masculino. 

Se llama Álex. O, al menos, así es como lo llamaremos aquí. Creo que en mi próxima entrada te hablaré de él. 

Creo que de toda experiencia se puede siempre sacar algo positivo (o casi siempre, vaya). Para empezar, yo aprendí a valorar realmente a Ana, Marta, Nacho y Adrián, porque comprobé que conseguir buenos amigos, amigos como ellos, no es nada fácil. Comprendí lo afortunada que soy de tenerlos. 

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¿Ya habéis vomitado arcoiris? ¿Puedo seguir? Perfecto. (Aunque no retiro nada de lo que acabo de decir).

Lo segundo de lo que me di cuenta es de que yo (mi yo de siempre) tenía razón. He experimentado lo que es ser uno mismo sin reservas, con orgullo, y también he probado a ocultar ciertos aspectos de mí misma. Adivina cómo he sido más feliz. 

Exacto. Es como el maquillaje: les guste a los demás o no, yo prefiero ir con la cara y la personalidad lavadas y tal cual. Lo contrario no me sale a cuenta. A lo mejor depende de cada uno, pero he descubierto que yo soy de las que están más a gusto sirviendo croquetas de gala. 



sábado, 3 de agosto de 2013

De disculpas y enamoramientos

Lo sé, lo sé. No tengo perdón. Pero entiéndeme, soy la reina de la procastinación, he de hacer honor a mi cargo. ¡Lo que cuenta es que por fin se acabó la espera! En realidad sé que te da igual cuánto haya tardado en publicar, pero es que soy muy teatral.

Uno de los motivos por los que no he escrito nada hasta ahora es que he tenido un verano un pelín ajetreado. No durante el mes y medio que ha pasado desde mi última entrada, claro; pero han sucedido cosas que considero lo suficientemente importantes para mi historia como para ser dignas de que te las cuente.

He reiterado a lo largo de las entradas de este blog mi intención de relatarte los acontecimientos relevantes de mi vida desde un enfoque interesante; como si fuese una novela más. Por lo tanto, no puedo limitarme a vomitar lo sucedido las últimas semanas (aunque sea lo que más me apetece contarte ahora) porque todavía no tienes los datos suficientes.

Así que lo más adecuado va a ser empezar por la parte que todo lector espera cuando abre un libro de estas características: el momento en el que los protagonistas se enamoran. Aunque en este caso, como ya sabrás, es algo unidireccional. 

Antes de comenzar (y siguiendo mi tradicional estilo de dar mil vueltas bailando la conga antes de llegar al grano) me gustaría decirte por qué no te he contado antes esta historia. Básicamente, no quería sobrecargar este blog de LUCASLUCASLUCAS. Eso te daría la equivocada impresión de que él es todo en lo que pienso. Pero no puedo negar que es una parte importante de este "relato", y creo que ese momento es el principio más adecuado.

El sol brillaba en las calles de Valencia, y la temperatura era tan deliciosa que decidí olvidar de que también suponía una promesa de que, al final del día, mi piel iba a lucir como la del cangrejo Sebastian. Una fila desordenada de alumnos de cuarto de ESO caminaba alegremente hacia la catedral de Santa María. El motivo de nuestra visita a la capital de la paella y las naranjas era el viaje de fin de curso, así que debíamos de estar a finales de mayo.

En ese momento yo estaba acompañada por Ana, y las dos cantábamos con entusiasmo una canción del nuevo álbum que alguno de nuestros grupos favoritos (no recuerdo cuál) acababa de sacar. Para variar, era el tipo de música que las personas como Lucas no consideran digna de ser calificada como tal, y daba la casualidad de que él se encontraba cerca para hacérnoslo saber.

-¡Eh, vosotras dos! ¡Apagad la radio!

Antes de nada debéis de saber que Lucas y yo tenemos (¿teníamos?) una relación extraña. Aunque tal vez llamarlo "relación" puede resultar equívoco o demasiado optimista. Cuando éramos pequeños, los dos fuimos bastante amigos. Él no estaba en mi pandilla, ni yo en la suya (si es que puede decirse de los críos de siete años que tienen ya pandillas de colegas), pero nuestras madres se conocían del trabajo, y los dos pasábamos mucho tiempo juntos. Con el tiempo cada uno fue por su lado y, llegado ese momento (el del viaje a Valencia) desde luego ya no podía decirse que fuésemos amigos. Pero tampoco éramos meros conocidos, teníamos todavía esa sempiterna confianza residual de los colegas de infancia.

-Métete en tus asuntos, Lucas.- espeté con brusquedad. Si hay algo que no soporto (en realidad hay muchas cosas) es que me manden callar cuando estoy cantando. Supongo que me lo tomo como algo personal.

-En serio, lleváis todo el camino taladrándome la cabeza con esa mierda.-insistió, a la defensiva.

-Voy a ignorar lo que acabas de decir sobre [inserte aquí el grupo que fuese que estuviésemos cantando] porque en esa discusión tienes todas las de perder, y no quiero ser la culpable de malherir tu preciada y precaria autoestima. Pero por si no te has dado cuenta, todo el mundo está haciendo ruido.-continué, abarcando toda la fila con un vago gesto de mi brazo.- Si nosotras te molestamos, te sugeriría que dejases de prestarnos atención y te fueses con tus propios amigos, pero como sé que no tienes de eso, me limitaré a decirte que te vayas a otra parte o que te aguantes.

Ana me miró, alarmada por mi arranque.

Vale, he de admitir que había sido un golpe un poco bajo. No es que Lucas fuese el marginado del curso, pero (por mucho que él intentase aparentar lo contrario) tampoco era precisamente de los más populares.

Él se quedó ahí de pie una décima de segundo más, como si fuese a contestar. Pero no debió encontrar una respuesta que mereciese la pena, así que se fue sin más. Y Ana seguía mirándome como si acabase de apalear a un cachorrito. Yo fingí que no me importaba. No había hecho nada malo.

Pero entonces... ¿por qué me sentía tan estúpida?

Tampoco había dicho nada del otro mundo. Vale, había sido una borde; pero él tampoco se acababa de portar como la persona más amable del mundo.

Pero tampoco se merecía mi contestación.

¿No?

Lucas no habló conmigo durante el resto del día. En realidad, no era nada extraño, ya he dicho que no éramos amigos. Pero yo estaba segura de que seguía enfadado por mis palabras. Una y otra vez me dedicaba a buscarlo entre la gente, preguntándome si debería ir a disculparme. Pero era una estupidez; y cuanto más tiempo pasaba, menos sentido tenía. No había sido para tanto. Si le pedía perdón, Lucas creería que le estaba dando demasiada importancia. Y a saber qué deducía de eso.

El problema era que  le estaba dando importancia. ¿Qué podía deducir yo de eso?

Recuerdo perfectamente esa noche, ya en mi cama. No podía quitarme el asunto de la cabeza. ¿Por qué había sido tan desagradable? ¿Qué pensaría Lucas de mí?

Y, ¿por qué me importaba?

Un montón de imágenes suyas cruzaron mi mente, como si fuese un cartel gigante que intentase decirme con brillantes letras neón cuál era la respuesta a  mi pregunta: recuerdos de los dos juntos en su casa cuando éramos pequeños, la forma encantadora de ser que tenía cuando nos cruzábamos de camino al instituto y recorríamos el resto del trayecto solos; su sonrisa, sus manos, sus ojos... Mientras le buscaba entre mis compañeros en Valencia, me había dado cuenta de que había aprendido a reconocer su perfil o el contorno de sus hombros. Resaltaban entre el resto de la gente. ¿Cuándo había pasado eso?

Entonces lo supe. No hubo corazones de humo ni una lluvia de serpentinas rosas a mi alrededor, no sonaron campanas, el corazón no me dio un vuelco, mi estómago no se encogió ni fue invadido por mariposas. Simplemente, lo supe, y la idea era absurda a tantos niveles que me hizo reírme sola en mi cama antes de atreverme siquiera a formular el pensamiento.

"Me gusta Lucas".