Translate

domingo, 3 de noviembre de 2013

Bésame, bandido

Lo prometido es deuda, y más vale tarde que nunca, y todos los demás refranes y frases hechas que se te puedan ocurrir. El caso es que la última vez te escribí, dije que mi próxima entrada estaría dedicada a Alex-que-en-realidad-no-se-llama-Alex-pero-al-que-nosotros-llamaremos-así. Y es curioso, porque en estos meses de ausencia blogueril, Álex ha estado mucho más "presente" para mí que el en momento en que te lo mencioné por primera vez. 

En este capítulo de La Vida de Elisa nos trasladaremos a finales de septiembre de 2012, concretamente al que fue, en la práctica, mi primer día de Universidad. Este es un periodo (la universidad, quiero decir) que la mayoría aprovecha para experimentar. Con todo tipo de cosas: con las drogas, con el sexo, con nuevas aficiones... Lo que sea. Yo no fui la excepción a esta regla, aunque tal vez te resulte extraño cuál fue mi experiencia. Mientras otros exploraban arte de tallar patatas (¿por qué no?) o se fumaban su primer porro, yo, a mis casi diecinueve años... di mi primer beso. 

Pero volviendo al principio de esta historia... Yo estaba en la que iba a ser mi clase para el resto del año, y recuerdo que pensé que era un lugar un poco deprimente. Nada de aulas magnas de aspecto regio y solemne, de las que le incitan a una a levantar la mano y compartir su meditada opinión sobre, yo qué sé, el dualismo cartesiano. Tampoco se trataba de una de esas habitaciones modernas de paredes blancas y amplios ventanales, donde el ligero zumbido de los portátiles hace pensar que probablemente allí se encuentre el nuevo Mark Zukerberg. No, qué va. Mi clase era una sala con baldosas marrones gastadas, paredes con gotelé mal enyesado y mesas de contrachapado para cinco alumnos cada uno. En una palabra, cutre. 

En cinco palabras, cutre a más no poder. 

Ahí estaba yo, pensando que aquel lugar se alejaba bastante del estimulante ambiente universitario que prometen las series de televisión, sentada junto a una tal Clara porque era la única persona cuyo nombre recordaba de la presentación del día anterior, aunque apenas habíamos hablado. El tono monocorde de mi nuevo profesor tampoco ayudada demasiado a espolear mi entusiasmo por su asignatura, y en el momento en que pronunció las palabras "subiré este powerpoint a la plataforma digital", mi cerebro desconectó de su diatriba sobre contenidos mínimos y criterios de evaluación.

Me dediqué a garabatear distraídamente en mi libreta mientras recorría con la mirada a mis nuevos compañeros, intentando recordar sus nombres e jugando a imaginar qué clase de persona sería cada uno. Dado que no tenía una varita con la que gritar: "¡Legeremens!", y aunque la tuviera, no estoy autorizada a hacer magia delante de muggles,  no me quedaba más remedio que hacer cábalas en función de su aspecto.

Esa fue la primera vez que reparé en Alex, y, siendo sincera, no me llamó especialmente la atención. En una clase con tantos desconocidos por examinar, él no tenía nada que le hiciese destacar entre los demás, excepto tal vez que era bastante alto; pero eso era todo. Al menos, tal y como yo lo vi en ese momento: pelo castaño claro; nariz un poco grande, aunque podría decirse que era mono; aspecto normal, no tenía pintas de ratón de biblioteca, ni de hipster, ni de "presidente del sindicato de estudiantes", no había nada en su apariencia física que pudiese hablarme de él.

Más adelante descubrí algunas cosas sobre él, como que era de Barcelona pero que estudiaría ese cuatrimestre en mi cuidad (cuyo nombre no os revelaré, pero que ya sabéis que no es Valencia ni Barcelona) gracias a una beca Séneca, (sí, esa beca que ya no está disponible este curso, gracias a las medidas de nuestro adorado ministro de Educación), que tocaba la guitarra (¿qué tendrán los guitarristas?) o que era fan de la Star Wars. Alex era un chico agradable, hablábamos de vez en cuando, como buenos compañeros de clase, pero nuestra relación nunca fue más allá, ni yo tenía ningún interés en que lo hiciese.

No hasta más tarde.

Había sobrevivido (creía que decentemente) a mi primera tanda de exámenes finales en la Universidad, y solo quedaban dos semanas y un trabajo por delante para poder decirle au revoir al cuatrimestre. En realidad eso es incorrecto, porque au revoir significa técnicamente "hasta que nos volvamos a ver", y desde luego aquella despedida era definitiva, a no ser que suspendiese todas las asignaturas, cosa que no sucedió.

No sé si lo sabrás, pero desde el plan Bolonia, las universidades están enamoradas de los trabajos en grupo, y aquel no fue una excepción. Nuestro profesor repartió las parejas, a pesar de nuestra indignación por que no nos dejase escogerlas a nosotros mismos. Supongo que, por mucho plan Bolonia, él seguía siendo de la vieja escuela.

No pretendo insultar a tu inteligencia, así que supongo que ya habrás deducido que mi compañero fue Alex, más que nada por eso de que él es el motivo de esta entrada y apenas he dicho sobre su persona nada que merezca la pena ser leído (por lo cual te agradezco que hayas soportado el largo preámbulo que es tan propio de mis posts y hayas llegado hasta aquí). Recuerdo que cuando el profesor dijo nuestros nombres, solo pensé: "No está mal. Podría haber sido mucho peor". Lo que entonces no sabía es que no podría haber sido mejor. Bueno, actualmente ya no sé que creer... pero eso es otro asunto que os contaré más adelante.

Teníamos dos semanas para trabajar y ninguna otra cosa que hacer, así que quedamos todos los días y avanzamos bastante deprisa. Sin embargo, descubrí muchas más cosas sobre Alex que sobre el tema de que estábamos investigando. Por ejemplo, que cuando se ponía nervioso parpadeaba muy deprisa, o que tenía una risa grave extrañamente acogedora, que me hacía sentir como cuando la primera vez que escuché mi canción acústica favorita.

Un día me sorprendí perdida en sus ojos grises, que estaban fijos en a pantalla del ordenador, y me pregunté cómo no me había dado cuenta aquel primer día de clase de lo guapo que era.

A la mañana siguiente apareció con la guitarra a cuestas. Me explicó que acababa de llevarla a que le ajustasen no-se-qué. La  verdad es que no recuerdo muy quien sus palabras, porque estaba demasiado ocupada pensando en cómo la funda asomando por detrás de su cabeza le hacía parecer aún más alto e incluso más atractivo. Me acordé de la primera vez que vi a Lucas con una guitarra (otra historia que tengo pendiente para ti). Sin embargo, en esa ocasión no sentí el ramalazo de añoranza (aunque no había nada que añorar) que me asaltaba siempre que pensaba en él. Alex le había eclipsado.

Ese día, a casi una semana del plazo final, terminamos el trabajo. Sentada al lado de Alex, le eché un vistazo fugaz a su perfil mientras él escribía los últimos ajustes en el documento de Word. Me pregunté otra vez cómo no me había fijado antes en aquellos ojos grises suyos. Su nariz, que al principio había encontrado demasiado grande, ahora me parecía perfecta. Y su boca... En ese instante, recuerdo que pensé: "Dios, realmente quiero besarle".

Me sonrojé, como si acabase de gritar aquello en lugar de haberlo pensado. Alex empezó a hablar, pero me perdí las primeras palabras mientras me concentraba en dejar de mirarle los labios.

-Me da pena que se acabe el cuatrimestre -estaba diciendo él.

-¿Por qué? ¿No echas de menos a tus amigos de Barcelona? ¿Tanto te hemos gustado que no quieres volver? -bromeé.

-Bueno, no es que no me apetezca verles, pero tampoco quiero marcharme -dijo mirándome fijamente.- También aquí hay gente que voy a echar de menos.

No sé si me vio acercarme, porque, sorprendiéndome a mí incluso más que a él, consumí el espacio que nos separaba en menos de lo que duró su parpadeo. Y le besé.

No pensé en que nunca había besado a nadie antes, no pensé en que no sabía cómo hacerlo, no pensé en que tal vez yo no le gustase. Por una vez, actué antes de que me diese tiempo a pensar en nada.

Y resulta que no salió mal.

Al menos no durante un tiempo. 

jueves, 8 de agosto de 2013

Croqueta de gala

Siempre me he considerado una de esas personas a las que les da igual lo que los demás piensen de ellas. Claro que tengo en cuenta las opiniones de mi familia y mis amigos, pero respecto al resto... en fin, ¿por qué iba a importarme lo que crea una persona sobre mí si no me importa la propia persona que lo piensa? Sí, estaba muy orgullosa de ser así de impermeable. 

Hasta que llegó la Universidad. 

Como sabrás, este ha sido mi primer curso de carrera. Cuando empecé, estaba nerviosa por tantos motivos que, si escribiese cada uno en un papel, el bolso con hechizo de extensión indetectable de Hermione Granger no sería suficiente para guardarlos todos. Pero sin duda lo que más me quitaba el sueño era que iba a tener que hacer nuevos amigos. Yo sola. 

Verás, no es que yo sea una persona tímida. Le pedí matrimonio a un completo desconocido, ¿recuerdas? Pero el caso es que era eso, un completo desconocido. No había posibilidad aparente de que volviésemos a cruzarnos jamás (desgraciadamente). Cuando estoy con mis amigos tampoco tengo problema para conocer a gente nueva, no me importa hablar con ellos ni me preocupa hacer ridículo (y lo hago constantemente). Pero, ¿yo sola? Eso es distinto. No se trataba únicamente de presentarme y saludar a unos cuantos. Iba, voy a estudiar con esas personas durante cuatro años. ¿Y si escogía mal? ¿Y si todos terminaban pensando que era rara, borde o asocial; y nadie me aceptaba? ¿Y si no encajaba en ningún lado? ¿Y si acababa la carrera tal y como la había empezado... sola? Verdaderamente, era mucha presión. Me sentí un poco como esas chicas de las películas americanas para adolescentes que siempre me han parecido tan absurdas, hasta patéticas; esas que se desviven por encontrar un lugar "aceptable" en la escala social del instituto. Pues ahí estaba yo, con diecinueve años y preocupada como una treceañera de Ohio cualquiera, digna de salir en el piloto de una serie de Disney Channel. 

De repente, ya no me parecía tan buena idea ir proclamando lo orgullosa que estaba de algunos de mis grupos o libros favoritos. Porque es gracioso, pero nadie te juzga si tienes casi veinte años y no has abierto un libro por placer en tu vida, pero si resulta que te gusta leer historias sobre reinos, princesas y dragones, romances sobrenaturales o magia, entonces eres un bicho raro, o un infantil. Pues bien, nadie tenía por qué saber que yo era de esos, como tampoco había motivo para que se enterasen de que en mi iPod, entre Billy Joel y Mumford and sons aún había (hay) unas cuantas canciones de los Jonas Brothers, por ejemplo. Tampoco es que estuviese fingiendo ser quien no era, ni nada por el estilo. Solo me adaptaba. 

Imagínate que las croquetas son tu comida favorita. Un día te invitan a una cena, y tienes que llevar un plato. Lo primero en lo que piensas es en las croquetas, pero resulta que la cena es más bien elegante, y crees que una quiché, por ejemplo, sería más apropiada. También te gusta la quiché, tal vez no tanto como las croquetas, pero te gusta. No por eso estás fingiendo que no disfrutas comiendo croquetas, no estás ocultando nada. Solo te adaptas a la situación. 

Eso era lo que yo me decía. Pero en realidad, estaba un poco decepcionada conmigo misma. ¿Desde cuándo me afectaba tanto lo que otros pudieran pensar de mis gustos? Tampoco es que estuviese haciéndome pasar por alguien que no era, pero seguía sin sentirme cómoda. ¿Cómo iba a encontrar amigos (amigos de verdad) si me avergonzaba de compartir cosas con ellos?

Afortunadamente, con el tiempo me fui relajando. Conocí a un grupo de gente, y poco a poco las cosas volvieron a ser como siempre. Yo volví a ser como siempre. Si soy sincera, no puedo considerar a ninguna de esas personas amiga mía, y no creo que eso vaya a cambiar, al menos no en la mayoría de los casos. Es un poco triste. Pero al menos tengo con quién pasar el rato ahora que casi no veo a Ana, Marta, Adrián y Nacho. Nos llevamos bien. Y quién sabe, quizás esté equivocada. Quizás sí termine la carrera con un par de buenos amigos más. Además, sea cual sea la relación que tengamos, no puedo negar que he conocido a gente verdaderamente interesante. Más que interesante, en un caso concreto. Y sí, este caso es un caso masculino. 

Se llama Álex. O, al menos, así es como lo llamaremos aquí. Creo que en mi próxima entrada te hablaré de él. 

Creo que de toda experiencia se puede siempre sacar algo positivo (o casi siempre, vaya). Para empezar, yo aprendí a valorar realmente a Ana, Marta, Nacho y Adrián, porque comprobé que conseguir buenos amigos, amigos como ellos, no es nada fácil. Comprendí lo afortunada que soy de tenerlos. 

.
.
.

¿Ya habéis vomitado arcoiris? ¿Puedo seguir? Perfecto. (Aunque no retiro nada de lo que acabo de decir).

Lo segundo de lo que me di cuenta es de que yo (mi yo de siempre) tenía razón. He experimentado lo que es ser uno mismo sin reservas, con orgullo, y también he probado a ocultar ciertos aspectos de mí misma. Adivina cómo he sido más feliz. 

Exacto. Es como el maquillaje: les guste a los demás o no, yo prefiero ir con la cara y la personalidad lavadas y tal cual. Lo contrario no me sale a cuenta. A lo mejor depende de cada uno, pero he descubierto que yo soy de las que están más a gusto sirviendo croquetas de gala. 



sábado, 3 de agosto de 2013

De disculpas y enamoramientos

Lo sé, lo sé. No tengo perdón. Pero entiéndeme, soy la reina de la procastinación, he de hacer honor a mi cargo. ¡Lo que cuenta es que por fin se acabó la espera! En realidad sé que te da igual cuánto haya tardado en publicar, pero es que soy muy teatral.

Uno de los motivos por los que no he escrito nada hasta ahora es que he tenido un verano un pelín ajetreado. No durante el mes y medio que ha pasado desde mi última entrada, claro; pero han sucedido cosas que considero lo suficientemente importantes para mi historia como para ser dignas de que te las cuente.

He reiterado a lo largo de las entradas de este blog mi intención de relatarte los acontecimientos relevantes de mi vida desde un enfoque interesante; como si fuese una novela más. Por lo tanto, no puedo limitarme a vomitar lo sucedido las últimas semanas (aunque sea lo que más me apetece contarte ahora) porque todavía no tienes los datos suficientes.

Así que lo más adecuado va a ser empezar por la parte que todo lector espera cuando abre un libro de estas características: el momento en el que los protagonistas se enamoran. Aunque en este caso, como ya sabrás, es algo unidireccional. 

Antes de comenzar (y siguiendo mi tradicional estilo de dar mil vueltas bailando la conga antes de llegar al grano) me gustaría decirte por qué no te he contado antes esta historia. Básicamente, no quería sobrecargar este blog de LUCASLUCASLUCAS. Eso te daría la equivocada impresión de que él es todo en lo que pienso. Pero no puedo negar que es una parte importante de este "relato", y creo que ese momento es el principio más adecuado.

El sol brillaba en las calles de Valencia, y la temperatura era tan deliciosa que decidí olvidar de que también suponía una promesa de que, al final del día, mi piel iba a lucir como la del cangrejo Sebastian. Una fila desordenada de alumnos de cuarto de ESO caminaba alegremente hacia la catedral de Santa María. El motivo de nuestra visita a la capital de la paella y las naranjas era el viaje de fin de curso, así que debíamos de estar a finales de mayo.

En ese momento yo estaba acompañada por Ana, y las dos cantábamos con entusiasmo una canción del nuevo álbum que alguno de nuestros grupos favoritos (no recuerdo cuál) acababa de sacar. Para variar, era el tipo de música que las personas como Lucas no consideran digna de ser calificada como tal, y daba la casualidad de que él se encontraba cerca para hacérnoslo saber.

-¡Eh, vosotras dos! ¡Apagad la radio!

Antes de nada debéis de saber que Lucas y yo tenemos (¿teníamos?) una relación extraña. Aunque tal vez llamarlo "relación" puede resultar equívoco o demasiado optimista. Cuando éramos pequeños, los dos fuimos bastante amigos. Él no estaba en mi pandilla, ni yo en la suya (si es que puede decirse de los críos de siete años que tienen ya pandillas de colegas), pero nuestras madres se conocían del trabajo, y los dos pasábamos mucho tiempo juntos. Con el tiempo cada uno fue por su lado y, llegado ese momento (el del viaje a Valencia) desde luego ya no podía decirse que fuésemos amigos. Pero tampoco éramos meros conocidos, teníamos todavía esa sempiterna confianza residual de los colegas de infancia.

-Métete en tus asuntos, Lucas.- espeté con brusquedad. Si hay algo que no soporto (en realidad hay muchas cosas) es que me manden callar cuando estoy cantando. Supongo que me lo tomo como algo personal.

-En serio, lleváis todo el camino taladrándome la cabeza con esa mierda.-insistió, a la defensiva.

-Voy a ignorar lo que acabas de decir sobre [inserte aquí el grupo que fuese que estuviésemos cantando] porque en esa discusión tienes todas las de perder, y no quiero ser la culpable de malherir tu preciada y precaria autoestima. Pero por si no te has dado cuenta, todo el mundo está haciendo ruido.-continué, abarcando toda la fila con un vago gesto de mi brazo.- Si nosotras te molestamos, te sugeriría que dejases de prestarnos atención y te fueses con tus propios amigos, pero como sé que no tienes de eso, me limitaré a decirte que te vayas a otra parte o que te aguantes.

Ana me miró, alarmada por mi arranque.

Vale, he de admitir que había sido un golpe un poco bajo. No es que Lucas fuese el marginado del curso, pero (por mucho que él intentase aparentar lo contrario) tampoco era precisamente de los más populares.

Él se quedó ahí de pie una décima de segundo más, como si fuese a contestar. Pero no debió encontrar una respuesta que mereciese la pena, así que se fue sin más. Y Ana seguía mirándome como si acabase de apalear a un cachorrito. Yo fingí que no me importaba. No había hecho nada malo.

Pero entonces... ¿por qué me sentía tan estúpida?

Tampoco había dicho nada del otro mundo. Vale, había sido una borde; pero él tampoco se acababa de portar como la persona más amable del mundo.

Pero tampoco se merecía mi contestación.

¿No?

Lucas no habló conmigo durante el resto del día. En realidad, no era nada extraño, ya he dicho que no éramos amigos. Pero yo estaba segura de que seguía enfadado por mis palabras. Una y otra vez me dedicaba a buscarlo entre la gente, preguntándome si debería ir a disculparme. Pero era una estupidez; y cuanto más tiempo pasaba, menos sentido tenía. No había sido para tanto. Si le pedía perdón, Lucas creería que le estaba dando demasiada importancia. Y a saber qué deducía de eso.

El problema era que  le estaba dando importancia. ¿Qué podía deducir yo de eso?

Recuerdo perfectamente esa noche, ya en mi cama. No podía quitarme el asunto de la cabeza. ¿Por qué había sido tan desagradable? ¿Qué pensaría Lucas de mí?

Y, ¿por qué me importaba?

Un montón de imágenes suyas cruzaron mi mente, como si fuese un cartel gigante que intentase decirme con brillantes letras neón cuál era la respuesta a  mi pregunta: recuerdos de los dos juntos en su casa cuando éramos pequeños, la forma encantadora de ser que tenía cuando nos cruzábamos de camino al instituto y recorríamos el resto del trayecto solos; su sonrisa, sus manos, sus ojos... Mientras le buscaba entre mis compañeros en Valencia, me había dado cuenta de que había aprendido a reconocer su perfil o el contorno de sus hombros. Resaltaban entre el resto de la gente. ¿Cuándo había pasado eso?

Entonces lo supe. No hubo corazones de humo ni una lluvia de serpentinas rosas a mi alrededor, no sonaron campanas, el corazón no me dio un vuelco, mi estómago no se encogió ni fue invadido por mariposas. Simplemente, lo supe, y la idea era absurda a tantos niveles que me hizo reírme sola en mi cama antes de atreverme siquiera a formular el pensamiento.

"Me gusta Lucas".


sábado, 8 de junio de 2013

La Voz y el chico del sombrero

Antes de nada, quiero pedirte perdón por tardar tanto en contarte esto. Pasó este lunes, pero como tuve que volver de golpe a la horrible realidad de los exámenes de la univerisad, no había tenido tiempo hasta ahora.

En la última entrada te conté que había sido seleccionada para pasar a la siguiente fase del casting del programa La Voz, que tuvo lugar el viernes pasado en Barcelona. Viví una experiencia un tanto surrealista, por llamarla de alguna manera. Y no me refiero a la prueba.

lunes, 27 de mayo de 2013

Sobre la discriminación musical, la fama y los sueños

Como ya anuncié el otro día en twitter para mi increíblemente alto número de followers, eeeeh... No. ¡estoy en el casting de La Voz!

Me llamaron el sábado cuando mientras estudiaba, y a punto estuve de no cogerlo. Envié el vídeo de la primera fase del casting hace casi un mes, así que en ese momento estaba pensado en cualquier cosa menos en La Voz. Pero al parecer ellos sí que estaban pensando en mí. La semana que viene tendré que viajar a Barcelona para presentarme al casting presencial.

No es la primera vez que me presento a un concurso de este tipo (de hecho, el año pasado ya lo intenté con la primera temporada de La Voz) pero hasta ahora nunca había tenido suerte. 

Desde el momento en que colgué empecé a fantasear. Supongo que no tardarás en darte cuenta tú mismo, pero el caso es que tengo algo así como el síndrome del cuento de la lechera. No puedo evitarlo. En ese momento no existían las dificultades, ni los miles de contrincantes; no existía nada. Imaginé que pasaba el casting, que llegaba al programa y que ganaba. Y entonces llegaron los discos, las ventas, y lo que siempre ha sido mi mayor sueño: los conciertos. 

Cuando no hay nadie en casa suelo encerrarme en mi habitación con la música a tope, cerrar los ojos y cantar a voz en grito. Olvido que delante de mí está mi cama o la ventana de mi cuarto. Bajo los párpados como si se tratase de un telón, y entonces aparece un auditorio frente a mí, repleto de gente que ha acudido a escucharme cantar. Eso es lo que yo quiero. Ni dinero ni fama, eso me da igual. Lo que verdaderamente deseo es ser capaz de hacer sentir a otras personas con mi música lo que mis cantantes favoritos me hacen sentir a mí. Porque la música es un lenguaje universal que te ayuda a contar lo que no te sientes capaz de confesar en voz alta, es una medicina que consigue sacarte una sonrisa cuando más lo necesitas. Puede recordarte a alguien hasta hacerte llorar, puede conseguir que te sientas comprendido cuando te creías solo, o simplemente animarte cuando necesitas desconectar. 

En definitiva, yo creo que la música consiste en transmitir un sentimiento, el que sea, el que cada cual necesite en cada momento. Por eso me parece tan estúpido que haya quien juzgue a otras personas por escuchar música "comercial", "infantil", o la mayor perla de todas: "mala". (Vaya, esto me suena a alguien). Cada uno es único, y sabe qué es lo que le consigue hacer sentir triste, alegre, reconfortado o lo que sea. En mi opinión, meterse con alguien por el tipo de música que le gusta tiene tan poco sentido como criticarle por la comida que prefiere. ¿Acaso conoces a alguien que vaya por ahí diciendo: "la buena comida son los platos como el tofu o el estofado de avestruz deconstruído. La tortilla de patata es demasiado mainstream, los que la prefieren son unos histéricos simples de mente estrecha"? ¿A que no? Y seguro que si lo conocieses pensarías que es un gilipollas. 

Yo no sé si mi música (la poca que he compuesto humildemente en mi casa y que nunca ha salido de aquí) será considerada mayoritariamente buena o mala. Lo que me importa es que consiga que la gente sienta algo. Que le ayude a encontrarse menos sola, a desahogarse, a reírse, a desconectar, a lo que sea. 

Sé que La Voz no va a catapultarme a la fama, ni siquiera si ganase el programa (y en realidad soy consciente de que eso no va a pasar). Pero por otra parte, todos los que han llegado a donde yo aspiro llegar han tenido que luchar por ello de alguna forma. De modo que, aunque sea difícil, la única certeza es que si no lo intento, no conseguiré nada. No todos los que han perseguido sus sueños los han alcanzado, pero todos los que los han alcanzado los han perseguido antes. 

martes, 21 de mayo de 2013

Lucas

Hoy he tenido un día terrible en la universidad. No es por nada en particular, de hecho, es algo que ya me sucedía en el instituto: el día en que te das cuenta de que los exámenes están a la vuelta de la esquina y de que, aunque te pongas a estudiar en ese mismo instante, probablemente no tengas tiempo. Es decir: agobio, agobio, agobio. 

Y sin embargo, en lugar de estudiar, aquí estoy. Contándote lo agobiada me encuentro por no tener tiempo suficiente para preparar mis exámenes. Paradojas de la vida. 

Para relajarme, y tal y como te prometí ayer, he decido presentarte a un nuevo personaje en esta historia. Digamos que, si yo fuese la reina de esta partida, Él sería el rey. Salvo por el pequeño detalle de que el rey y la reina suelen estar casados, y esas cosas. Ese detalle no entra mi analogía. 

Pero empecemos por el principio.

Él. Veamos. Él.

¿Y quién es Él?

Si al leer eso has cantado mentalmente "¿En qué lugar se enamoró de ti?", enhorabuena. Eres de los míos. Si no... bueno. Pero sigamos.

Como no puedo llamarle Él todo el rato, he decido buscarle un nombre provisional. En este blog y desde este instante, Él queda bautizado como... Lucas. Sí, creo que Lucas es apropiado.

Lucas es fuerte. Y alto. No es de esos chicos de espaldas cuadradas y la complexión propia de un muñeco de Lego. Es, simplemente eso: fuerte y alto. En la medida justa. O al menos justa para mí. 

Lleva el pelo negro más bien corto, aunque a la vez lo suficientemente largo como para que se le alborote un poco siempre que se pasa la mano por la cabeza; algo que hace todo el tiempo, por cierto.  Tiene la nariz aguileña y la línea de la mandíbula recta. 

Pero nada de eso importa. No en comparación con sus ojos. Los ojos de Lucas son oscuros, del color exacto del caramelo derretido, e igual de cálidos. Los ojos de Lucas son el tipo de ojos que hacen que los demás lloren de envidia. El tipo de ojos que no puedes dejar de mirar. El tipo de ojos que deseas que te miren.

Descrito así, Lucas suena como el típico chico inalcanzable de todas las novelas. En realidad no es para tanto, principalmente porque mi vida no es una novela: todo en ella es estrictamente real. Incluido Lucas. No es más que un chico normal al que muchos encuentran guapo, y otros tantos no. Como en todo, supongo que la belleza está en los ojos del que mira (y en este caso, también en los del que es mirado) y a ti no te queda más remedio que intentar ver a través de los míos. Y me temo que yo no puedo ser imparcial.

Pensarás que también es el prototipo de chico a) adorable o b)irresistible engreído. Pero no. Eso sí que no existe. Lucas se inclina más hacia la segunda opción, pero aun así, no deja de ser una mezcla de ambas, y de muchas otras cosas más. Como todos. Los personajes de todo ese tipo novelas no existen, porque son planos. El chico malo. La chica solitaria. La popular. La friki. La graciosa, el empollón, el amigo, el príncipe azul.

Nadie es así. Nadie es solo una cosa.

Yo creo que somos como un caleidoscopio. Somos lo que nos rodea, todo lo que hemos visto y vivido; descompuesto en mil fragmentos hasta formar una persona. Y esa persona está llena de matices que cambian constantemente dependiendo de hacia dónde esté mirando ese caleidoscopio, de las vueltas que se le dé o de la luz que haya en el momento concreto en que decidas mirar por él. Cada detalle es importante, aunque no seas consciente de que está ahí. Porque sí que ves la imagen completa, y no sería la misma si algo, por mínimo que fuera, cambiase.

Lucas también es un caleidoscopio. Es mil cosas a la vez, y yo no puedo conocer todas esas facetas suyas. Pero te contaré lo que sí sé.

Lucas es inteligente, aunque no le da especial importancia a los estudios. La estrictamente necesaria. Pero es bueno en otras muchas cosas. En el deporte, por ejemplo. O la guitarra. Es bueno, y lo sabe. Y le gusta que los demás lo sepan también. Y ser el mejor. Necesita ser el mejor.

Además, Lucas es el tipo de persona que te juzga por escuchar "pop comercial" o leer "libros para críos". Y cuando digo "te juzga", me incluyo en ese grupo. Pero he aprendido a que me den igual esas cosas. O casi.

La verdad es que es comprensible que mucha gente no le tenga especial simpatía. Puede ser bastante imbécil. Aunque cuando le conoces (o más bien, cuando te acostumbras) descubres que no es tan mal tío. Si lo fuese no me habría enamorado de él.

Porque no me digas que a estas alturas no sabías a qué venía todo esto.

Como ya te conté, Lucas es una de las razones principales de que exista este blog. No es que esté dedicado a él ni nada por el estilo. Aunque no lo parezca, tengo otras cosas en mi vida. Pero son cosas de las que puedo hablar. Lucas es mi secreto, más o menos. Para empezar, a mis amigos no les gusta que les hable de él. Marta estuvo colada por él hace cuatro años, cuando Adrián ya andaba detrás de ella. Ahora los dos están genial juntos, pero mi amigo siempre le ha guardado algo de rencor. Eso nos deja a Ana y a Nacho. A ellos Lucas les es es más bien indiferente, y como a la mayoría de personas que no le conocen, no les cae demasiado simpático. No es que le odien, como Harry Potter a Malfoy (eso es patrimonio exclusivo de Adrián), pero no es su tema de conversación preferido.

Tampoco es que mis amigos no sepan lo que pasa. No son tontos. Si lo fuesen, no serían mis amigos, al igual que Lucas no me gustaría si solo fuese un imbécil con ojos bonitos. No, todos ellos saben que me gusta Lucas, supongo. O lo sospechan. Simplemente no saben hasta qué punto.

A no ser que en mi vida actual pase algo digno de mención (cosa que dudo, a no ser que consideres como tal que se me gaste el subrayador verde, o algo así) supongo que seguiré contándote episodios pasados y medianamente relevantes de mi vida. Lo bueno es que creo que ya he terminado de presentarte a los protagonistas del blog, así que de ahora en adelante podré ir a lo que importa. Si te parece bien.

¿Te parece bien?

¡Manifiestate! Ahí abajo tienes un precioso cuadro para hacer comentarios. O puedes twittearme, o hacerme una pregunta en ask, o mandarme un e-Mail. Pero demuéstrame que no hablo sola, como mi vecina de arriba.

Ah, no. Ella habla con sus pájaros, no sola. Vale.

El caso: maniefiéstate.



lunes, 20 de mayo de 2013

Quién es quién aquí

Antes de empezar a contarte nada, supongo que lo apropiado es que conozcas a los protagonistas de esta historia. Empecemos por mí, ya que voy a estar presente en todas las escenas. No es egocentrismo ni nada parecido. Es solo que de momento no poseo el don de la ubicuidad. De momento. 

Hemos acordado que no me llamo Elisa, pero que tú puedes llamarme así. Al igual que mi nombre real, hay algunos datos que no voy a darte. Pero descuida, tendrás los suficientes. Para empezar, te diré que tengo 19 años. Eso significa que debería estar estudiando para mi segundo cuatrimestre en la universidad, pero aquí me tienes. Supongo que eso dice bastante de mí. Por darte otro detalle más, te diré que no creo en el horóscopo. Es algo típico en los tauros como yo. 

Para hacerte una imagen de cómo soy físicamente, puedes imaginarte a Emma Watson. 

¿Ya? Bien. 

Ahora, si lo que quieres es saber cómo soy de verdad, atento. Coge un cuerpo de chica normal y corriente. Un poco alta, pero no demasiado. Vístela, por el amor de Dios. Eso es. Ahora cubre su cabeza con una peluca azabache y rizada que le llegue por encima de los hombros. Los ojos son verde oscuro, y grandes, casi como la nariz. Los labios también son gruesos. Para darle el toque final, espolvorea una buena cantidad de pecas por toda la cara. En verano, se extienden tanto que casi parece que estoy morena, lo cual no podía ser menos cierto. 

¡Y ya está! Has creado una Elisa. 

Supongo que lo que escriba de ahora en adelante te dirá todo lo que necesites saber sobre mi personalidad. Pero por si quieres alguna migaja más, te voy a contar mis tres grandes aficiones: leer, escribir y la música: escucharla y cantarla. 

Lo sé, es un cliché casi tan grande como intentar describirse a uno mismo diciendo: "soy amigo de mis amigos". ¿Quién no es amigo de sus amigos? ¿Qué eres, su enemigo? 

Y hablando de amigos, yo tengo cuatro. Y adivinad qué: ¡soy amiga suya! (¿Ves lo estúpido que queda solo con formularlo de otra forma)? De pequeña, cuando me aburría, solía dibujarnos a los cinco en mis dedos, uno en cada yema. No sé qué gracia le veía, la verdad. Cosas de críos, supongo. 

Desde que hemos empezado la universidad nos vemos mucho menos. Pero es normal. No creo que nuestra amistad corra peligro, ni nada de eso, por mucho que a Marta le guste dramatizar al respecto. Marta es una de mis amigas, y, desde hace un año, sale con el integrante número dos de nuestro grupo: Adrián. Probablemente acabe contándote cómo acabaron juntos, es una historia muy bonita. De esas que te hacen volver a creer en el amor e inmediatamente después pensar: "Entonces, ¿por qué no me ha pasado nada parecido a mí?". 

La integrante número tres es mi mejor amiga, Ana. Ahora ha tenido que irse a estudiar a otra ciudad porque su carrera no estaba aquí. Está lo suficientemente cerca como para que pueda volver todos los fines de semana. En realidad, no la veo menos que a los demás. Pero sí que está lo suficientemente lejos como para notar la distancia cuando uno se para a pensarlo un día cualquiera de entre semana. 

El único de mis amigos cuyos horarios coinciden un poco con los míos es Nacho. A veces le veo por el campus, pero tampoco coincidimos demasiado. 

Tal vez más adelante te hable de sus pros y de sus contras (porque, aunque sean mis amigos, no significa que no los tengan). Pero este post está siendo ya demasiado largo.

Oh.

Y también está Él. ¿Cómo no? Es una de las razones principales de que exista este blog. Porque no puedo hablar de Él delante de mis amigos, o al menos no de lo que yo querría hablar. 

¿Cómo he podido olvidarme de Él? Es casi la primera vez que me pasa. ¡Qué despiste!

Tendré que dejarlo para más adelante. Desde luego, Él es una parte de mi historia que merece un post propio. ¡Y ni siquiera sé qué nombre puedo darle! Vaya, es una decisión importante. Déjame pensarlo.



¿Qué es esto?

¡Bienvenido! Si has llegado a parar aquí, te ruego te esperes un momento antes de largarte. Déjame que te explique. 

En un principio pensé en llamar a este blog "Elisa desahogada", o algo así. Pero luego me di cuenta de que podía atraer equívocamente a internautas en busca de porno casero o algo así, y no quería ser la responsable la decepción de tan selecto público. 

Pero el caso es que va de eso. De desahogarse, no de porno, digo. Hasta aquí, nada original, lo sé. Supongo en que la gracia reside en cómo nació este proyecto. Sigo sin captar tu atención, ¿no? Vamos, quédate un poco más. No se está tan mal.

El otro día terminé de leer Las ventajas de ser un marginado. De ahí surgió la idea de este blog. Porque hace poco pasó algo (tal vez más adelante te lo cuente, si eres bueno) y sentí ganas de desahogarme con alguien. Pero no sabía con quién. Porque era el tipo de cosa que no quieres contar a tu familia, y tampoco a tus amigos. Pero necesitas contársela a alguien. Ahí entra el asunto del libro. En Las ventajas de ser un marginado, Charlie envía cartas a un tal "querido amigo" -que en realidad no es amigo suyo- y le cuenta cómo le va la vida. Y eso le ayuda. Aunque el amigo nunca le conteste. Aunque probablemente a él (o ella) le dé igual lo que Charlie le cuenta. Y pensé: yo necesito alguien así. Alguien a quien poder contarle todo, porque no me conoce; no voy a cambiar la opinión que tiene de mí, porque no tiene ninguna. ¿Comprendes? Las ventajas de ser un marginado es un libro del año noventaitantos, y claro, ahora ya nadie envía cartas. Y, de todos modos, ¿para qué? Si busco un desconocido a quien contarle mi historia, ¿qué mejor forma que con un blog?

Así que ahí entras tú. No un "tú" retórico. , la persona que está al otro lado de esta pantalla. Si has llegado hasta aquí, enhorabuena y muchas gracias. Si no, espero que sepas que te estoy haciendo una peineta ahora mismo. Aunque, claro, ¿cómo lo vas a saber si ya te has ido? A lo que voy. Como he dicho, si hago esto es para contarte lo que me pasa. Pero no pienso limitarme a entrar aquí y vomitar en este bonito y diáfano espacio un par de reflexiones pesimistas sobre la mierda que es el amor y esas cosas. Las habrá, supongo, pero intentaré moderarlas. En cualquier caso, como premio a tu perspicacia, voy a tener que ofrecerte algo más.

¿Eso ha sonado a "Elisa desahogada", o solo me lo ha parecido a mí?

A lo que me refería es a que procuraré contarte mi historia de modo entretenido. Está bien, solo tengo una vida normal, supongo que, en general, se parecerá a la tuya. Pero siempre he creído que todo puede ser tan aburrido o tan emocionante como lo sea el modo de contarlo. Así que intentaré hacerlo lo mejor posible. Y te pondré al corriente de quién es quién, con todo el lujo de detalles que quieras. Para que no te pierdas. Aunque precisamente por eso, no puedo arriesgarme a dar nombres reales.

Así que pongamos que me llamo Elisa. 

Bienvenido a esta emocionante y anodina historia que es mi vida.