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domingo, 3 de noviembre de 2013

Bésame, bandido

Lo prometido es deuda, y más vale tarde que nunca, y todos los demás refranes y frases hechas que se te puedan ocurrir. El caso es que la última vez te escribí, dije que mi próxima entrada estaría dedicada a Alex-que-en-realidad-no-se-llama-Alex-pero-al-que-nosotros-llamaremos-así. Y es curioso, porque en estos meses de ausencia blogueril, Álex ha estado mucho más "presente" para mí que el en momento en que te lo mencioné por primera vez. 

En este capítulo de La Vida de Elisa nos trasladaremos a finales de septiembre de 2012, concretamente al que fue, en la práctica, mi primer día de Universidad. Este es un periodo (la universidad, quiero decir) que la mayoría aprovecha para experimentar. Con todo tipo de cosas: con las drogas, con el sexo, con nuevas aficiones... Lo que sea. Yo no fui la excepción a esta regla, aunque tal vez te resulte extraño cuál fue mi experiencia. Mientras otros exploraban arte de tallar patatas (¿por qué no?) o se fumaban su primer porro, yo, a mis casi diecinueve años... di mi primer beso. 

Pero volviendo al principio de esta historia... Yo estaba en la que iba a ser mi clase para el resto del año, y recuerdo que pensé que era un lugar un poco deprimente. Nada de aulas magnas de aspecto regio y solemne, de las que le incitan a una a levantar la mano y compartir su meditada opinión sobre, yo qué sé, el dualismo cartesiano. Tampoco se trataba de una de esas habitaciones modernas de paredes blancas y amplios ventanales, donde el ligero zumbido de los portátiles hace pensar que probablemente allí se encuentre el nuevo Mark Zukerberg. No, qué va. Mi clase era una sala con baldosas marrones gastadas, paredes con gotelé mal enyesado y mesas de contrachapado para cinco alumnos cada uno. En una palabra, cutre. 

En cinco palabras, cutre a más no poder. 

Ahí estaba yo, pensando que aquel lugar se alejaba bastante del estimulante ambiente universitario que prometen las series de televisión, sentada junto a una tal Clara porque era la única persona cuyo nombre recordaba de la presentación del día anterior, aunque apenas habíamos hablado. El tono monocorde de mi nuevo profesor tampoco ayudada demasiado a espolear mi entusiasmo por su asignatura, y en el momento en que pronunció las palabras "subiré este powerpoint a la plataforma digital", mi cerebro desconectó de su diatriba sobre contenidos mínimos y criterios de evaluación.

Me dediqué a garabatear distraídamente en mi libreta mientras recorría con la mirada a mis nuevos compañeros, intentando recordar sus nombres e jugando a imaginar qué clase de persona sería cada uno. Dado que no tenía una varita con la que gritar: "¡Legeremens!", y aunque la tuviera, no estoy autorizada a hacer magia delante de muggles,  no me quedaba más remedio que hacer cábalas en función de su aspecto.

Esa fue la primera vez que reparé en Alex, y, siendo sincera, no me llamó especialmente la atención. En una clase con tantos desconocidos por examinar, él no tenía nada que le hiciese destacar entre los demás, excepto tal vez que era bastante alto; pero eso era todo. Al menos, tal y como yo lo vi en ese momento: pelo castaño claro; nariz un poco grande, aunque podría decirse que era mono; aspecto normal, no tenía pintas de ratón de biblioteca, ni de hipster, ni de "presidente del sindicato de estudiantes", no había nada en su apariencia física que pudiese hablarme de él.

Más adelante descubrí algunas cosas sobre él, como que era de Barcelona pero que estudiaría ese cuatrimestre en mi cuidad (cuyo nombre no os revelaré, pero que ya sabéis que no es Valencia ni Barcelona) gracias a una beca Séneca, (sí, esa beca que ya no está disponible este curso, gracias a las medidas de nuestro adorado ministro de Educación), que tocaba la guitarra (¿qué tendrán los guitarristas?) o que era fan de la Star Wars. Alex era un chico agradable, hablábamos de vez en cuando, como buenos compañeros de clase, pero nuestra relación nunca fue más allá, ni yo tenía ningún interés en que lo hiciese.

No hasta más tarde.

Había sobrevivido (creía que decentemente) a mi primera tanda de exámenes finales en la Universidad, y solo quedaban dos semanas y un trabajo por delante para poder decirle au revoir al cuatrimestre. En realidad eso es incorrecto, porque au revoir significa técnicamente "hasta que nos volvamos a ver", y desde luego aquella despedida era definitiva, a no ser que suspendiese todas las asignaturas, cosa que no sucedió.

No sé si lo sabrás, pero desde el plan Bolonia, las universidades están enamoradas de los trabajos en grupo, y aquel no fue una excepción. Nuestro profesor repartió las parejas, a pesar de nuestra indignación por que no nos dejase escogerlas a nosotros mismos. Supongo que, por mucho plan Bolonia, él seguía siendo de la vieja escuela.

No pretendo insultar a tu inteligencia, así que supongo que ya habrás deducido que mi compañero fue Alex, más que nada por eso de que él es el motivo de esta entrada y apenas he dicho sobre su persona nada que merezca la pena ser leído (por lo cual te agradezco que hayas soportado el largo preámbulo que es tan propio de mis posts y hayas llegado hasta aquí). Recuerdo que cuando el profesor dijo nuestros nombres, solo pensé: "No está mal. Podría haber sido mucho peor". Lo que entonces no sabía es que no podría haber sido mejor. Bueno, actualmente ya no sé que creer... pero eso es otro asunto que os contaré más adelante.

Teníamos dos semanas para trabajar y ninguna otra cosa que hacer, así que quedamos todos los días y avanzamos bastante deprisa. Sin embargo, descubrí muchas más cosas sobre Alex que sobre el tema de que estábamos investigando. Por ejemplo, que cuando se ponía nervioso parpadeaba muy deprisa, o que tenía una risa grave extrañamente acogedora, que me hacía sentir como cuando la primera vez que escuché mi canción acústica favorita.

Un día me sorprendí perdida en sus ojos grises, que estaban fijos en a pantalla del ordenador, y me pregunté cómo no me había dado cuenta aquel primer día de clase de lo guapo que era.

A la mañana siguiente apareció con la guitarra a cuestas. Me explicó que acababa de llevarla a que le ajustasen no-se-qué. La  verdad es que no recuerdo muy quien sus palabras, porque estaba demasiado ocupada pensando en cómo la funda asomando por detrás de su cabeza le hacía parecer aún más alto e incluso más atractivo. Me acordé de la primera vez que vi a Lucas con una guitarra (otra historia que tengo pendiente para ti). Sin embargo, en esa ocasión no sentí el ramalazo de añoranza (aunque no había nada que añorar) que me asaltaba siempre que pensaba en él. Alex le había eclipsado.

Ese día, a casi una semana del plazo final, terminamos el trabajo. Sentada al lado de Alex, le eché un vistazo fugaz a su perfil mientras él escribía los últimos ajustes en el documento de Word. Me pregunté otra vez cómo no me había fijado antes en aquellos ojos grises suyos. Su nariz, que al principio había encontrado demasiado grande, ahora me parecía perfecta. Y su boca... En ese instante, recuerdo que pensé: "Dios, realmente quiero besarle".

Me sonrojé, como si acabase de gritar aquello en lugar de haberlo pensado. Alex empezó a hablar, pero me perdí las primeras palabras mientras me concentraba en dejar de mirarle los labios.

-Me da pena que se acabe el cuatrimestre -estaba diciendo él.

-¿Por qué? ¿No echas de menos a tus amigos de Barcelona? ¿Tanto te hemos gustado que no quieres volver? -bromeé.

-Bueno, no es que no me apetezca verles, pero tampoco quiero marcharme -dijo mirándome fijamente.- También aquí hay gente que voy a echar de menos.

No sé si me vio acercarme, porque, sorprendiéndome a mí incluso más que a él, consumí el espacio que nos separaba en menos de lo que duró su parpadeo. Y le besé.

No pensé en que nunca había besado a nadie antes, no pensé en que no sabía cómo hacerlo, no pensé en que tal vez yo no le gustase. Por una vez, actué antes de que me diese tiempo a pensar en nada.

Y resulta que no salió mal.

Al menos no durante un tiempo.